Mi hijo llegó al mundo un mes después del terremoto, quizás cuando llegue a la edad adulta pueda contarle lo que me ocurrió la noche del sábado 16 de abril del 2016; es por eso que decidí escribir esta experiencia y porque con todo lo que viví estoy segura que él también es un sobreviviente. Igual será necesario que sepa lo que su padre tuvo que hacer para cumplir con su trabajo esa noche, será para mi hijo una gran lección de profesionalismo.
Esta es mi historia que la relato como mujer, madre, profesional y esposa, porque esa trágica experiencia no puede quedar en el olvido; yo fui afortunada, no así miles de personas.
Cuando me dirigía a la cocina para servir la merienda sentí que la casa empezó a temblar. Como cada vez que hay un sismo, empecé a correr; esta vez a refugiarme en los brazos de mi esposo Paúl, que estaba ya pendiente, pues yo tenía 8 meses de gestación.
Aquel sábado había sido muy agradable, mis abuelos maternos habían llegado junto con mi madre y hermanos menores a visitarnos, pasamos un buen rato en familia, hasta que se marcharon aproximadamente a las 3 de la tarde.
Insistí para que Nayeli, mi hermanita menor, se quedara unos días en casa. Habíamos 4 personas en total: Paúl y mis dos hermanas menores. Alisson, vivía conmigo en ese entonces.
Recuerdo que Nayeli estaba a punto de salir de la ducha y Alisson se encontraba en la cocina. Mi esposo estaba preparando las cámaras, pues en pocos minutos tenía que salir a realizar la cobertura de un matrimonio.
De pronto empezó a temblar. Todos pensamos que iba a ser algo normal. Sin embargo continuó, grité con todas mis fuerzas “quiero a Nayeli, quiero a Nayeli”, hasta que salió del baño y como seguía temblando, cada vez más fuerte; nos abrazamos y logramos llegar a la entrada de la casa.
Es de mencionar que para ese entonces vivíamos en un departamento que ocupaba la mitad de la
terraza de una casa de dos pisos.
Cerré los ojos y gritaba “Dios mío que pare, que pare”, las veces que abrí los ojos sólo miré al piso y vi cómo el agua que había en un recipiente saltaba para todos lados.
Otra cosa que recuerdo claramente son los gritos de Paúl: “ya, ya, ya”… nosotras tres llorábamos, sobre todo Nayeli. ¿Qué puede pasar por la cabeza de una niña de 12 años en un momento como ese?
Cuando aún estaba temblando, la electricidad dejó de funcionar, la ciudad se apagó. Algo que puedo volver a escuchar con sólo cerrar los ojos es el ruido de todo, absolutamente todo lo que había alrededor.
Sentía tanto miedo y preocupación por Nayeli, incluso más que por el hijo que llevaba en mi vientre, creo que me brindaba seguridad el saber que estaba dentro de mí.Fueron tantos sentimientos que aquel minuto parece haber sido una hora. Dejó de temblar pero el miedo no se iba. Rápidamente vimos llegar a la terraza a mi cuñado Ariel (hermano menor de Paúl). Subió para ayudarnos a bajar.
Eran dos escaleras, la primera mucho más difícil de bajar que la segunda. Alisson, Ariel y Nayeli iban primero, luego yo y finalmente Paúl. Quería llegar abajo, salir de la casa y mientras todos bajaban despacio, les pedía que se apuren. Supongo que era el miedo de que se repitiera.
Ya fuera de la casa, la calle era un caos. Las vecinas lloraban, los carros pitaban y pitaban para abrirse paso entre la multitud que ya había invadido las calles y corría en todas direcciones.
Mi suegro estaba en la planta baja de la casa. No sabíamos qué hacer, bajamos sin nada en las manos. De pronto reaccionamos y supimos que debíamos contactarnos con los familiares. Ariel, Alisson y Paúl subieron nuevamente para guardar en bolsos los celulares, cámaras, laptops, medicinas y algunas ropas.
Bajaron, intenté llamar a mis papás, que viven en la zona rural de Portoviejo (un sitio llamado Miguelillo), no conectaba la llamada. No sé por qué pero tenía miedo de que el terremoto hubiera sido más destructor allá; que aunque no hay edificaciones de cemento, hay grandes montañas que pensé se podían haber derrumbado.
Estaba desesperada, necesitaba saber de mis papás, entonces llamé a mi hermana mayor (que vive en Lago Agrio), contestó y le dije que si había sentido el terremoto, contestó que no y rápidamente (para no descargar la batería del celular) le informé lo sucedido y la preocupación al no poder contactar con mis padres.
Ella se encargó de llamar, estaban bien, sentí alivio. Entonces resolvimos ir a la casa de una tía de Paúl donde hay espacio abierto al frente. Fuimos, estaban todos afuera, con la misma cara de desconcierto que nosotros.
Cuando llegué, alguien me abrazó y preguntó por el bebé, en ese momento caí en cuenta que no había sentido mover a mi hijo desde que tembló. Froté mi vientre y estaba duro; tuve miedo de lo peor pues no se movía y no lo sentía.
De pronto mi cuñado recibió una llamada de Quito, de la agencia de fotografías para la que él y Paúl trabajaban. Era el jefe solicitando la cobertura del evento. Primero no quería que Paúl se fuera, me daba terror. Sin embargo, la labor periodística lo llamaba. Se fueron en el auto con mi suegro. Iban camino al aeropuerto, que según sabían estaba afectado y eran de interés para la agencia aquellas imágenes.
Los minutos pasaban, estaba desconsolada entre la preocupación por mi hijo y el llanto desconsolado de mi hermanita. Decidí apagar el celular para ahorrar batería. De pronto sentí que mi bebé se movió, volví a la vida en ese momento y di gracias a Dios por aquello.
Cuando Paúl regresó, venía con ellos mi suegra, quien se encontraba en Portoviejo. Empezaron a enviar las fotos y vídeos que habían captado y al verlos caímos en cuenta de la magnitud de destrucción que había en la ciudad.
Fue difícil subir los archivos para enviarlos, no había electricidad y usaron el Internet de los celulares, al fin lograron enviar el material. Casas caídas, gente atrapada entre los escombros, personas llorando por sus familiares, una verdadera tragedia que solo había visto por televisión. Era difícil creer lo que estaba pasando.
Pasaba el tiempo y estábamos ahí. Aquella noche dormimos afuera, casi todos en el piso, por mi estado pude dormir en una silla de tomar sol, Nayeli conmigo y mi esposo en el suelo, al lado de mi silla.
Aproximadamente a las 2 de la madrugada todos despertamos asustados, era una réplica.
Al fin amaneció y pudimos organizarnos. Mi papá llegó en la mañana, vino en su moto y se llevó a mis hermanas, me pidió que vaya a Miguelillo pero no podía porque necesitaba estar en un lugar donde tuviera acceso a un hospital. Se fueron y me quedé tan triste.
Paúl me mostró fotos de cómo quedó nuestro cuarto y aunque no se destruyó tanto, me dolió verlo así. Había ladrillos en nuestra cama y en la cuna de mi hijo, pues ya la tenía lista para cuando naciera.
Siempre me preguntó ¿Qué hubiera pasado si Alejandro ya hubiera nacido y estuviera en su cuna?
El lunes vine a la casa, pero no me atreví a subir a la terraza. Por fin la gasolinera que estaba cerca abrió y pudimos ir a cargar las baterías de los teléfonos. Había tanta gente allí, tantos cables, extensiones y extensiones conectadas. Vendían una bebida por persona.
En las calles se veían familias caminando hacia Montecristi, en pleno sol, con niños y unas cuantas mochilas; sin embargo las calles estaban como desoladas. Esas escenas me recordaban un libro, “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.
Por precaución nos seguimos quedando donde la tía de Paúl, pues al frente de donde vivíamos había un edificio que resultó con las bases bastante afectadas y temíamos que se desplomara con una réplica.
Ya los supermercados habían abierto pero la venta era limitada. Aún no había energía, teníamos agua en la cisterna y para lo que se pudiera, usábamos el agua de la piscina.
Días después, cuando ya se habilitaron las cooperativas de transporte, decidimos ir a Guayaquil (allá vive el hermano mayor de Paúl, Eduardo) a quedarnos unos días por si necesitaba atención médica o tal vez si se adelantaba el parto.
Antes de irnos fuimos a nuestro departamento, había platos rotos, el ventilador sobre la cama y cosas caídas. Me sentí tan impactada al ver la cuna de mi hijo con varios pedazos de ladrillo. Evité parar a lamentarlo, así que tomé una maleta y empecé a guardar las cosas necesarias para el bebé y para nosotros.
Además resolvimos que ya no podríamos vivir más allí, así que empacamos las cosas que iban a ser bajadas al segundo piso de la casa, donde vivimos actualmente.
Fue un viaje tan triste, no queríamos irnos pero debíamos asegurar la situación del embarazo. Partimos luego del medio día y paramos en una gasolinera a mitad de camino, fue raro ver un televisor encendido después de varios días, era como si por un largo tiempo hubiéramos estado aislados.
Cuando llegamos a Guayaquil no me sentía mejor, era sólo como verlo todo desde lejos.
Al día siguiente de haber llegado a Guayaquil, hubo un sismo de 6,6 con epicentro en la isla Puná. Eso fue inoportuno, pensé que iba a ser otro 7,8.
Al estar en el último mes de embarazo y a raíz del terremoto, mi cuerpo estaba sufriendo las consecuencias del trauma, estaba muy hinchada, asistí a una maternidad para hacer el respectivo control y monitoreo. Por suerte todo estaba bien, pero el estrés se manifestaba de esa forma y era recomendable descansar.
Sentía tranquilidad de saber que estaba en un lugar donde podía traer al mundo a mi hijo en mejores condiciones que en Manta, pero el miedo siempre estuvo, debo confesar que tenía miedo hasta de dormir e ir al baño.
Sin embargo, mi hijo no quería nacer en otra provincia, él quería ser manaba en toda la extensión la de palabra.
Estuvimos más de 10 días fuera de Manabí, pero al saber que en Manta ya se estaban regulando las cosas y el centro de salud donde tenía programado el parto estaba en buenas condiciones y funcionamiento, decidimos volver.
Al llegar encontramos nuestras cosas ya en el segundo piso, todas en la sala. Poco a poco adecuamos el lugar y nos instalamos. Cada vez que había una réplica me invadía el temor.
Alejandro nació el 16 de mayo a las 23h50; un mes después del día más oscuro, viví el día más iluminado.
Mis padres vinieron y toda la familia estaba embargada de felicidad, el 17 de mayo regresamos del centro de salud y todo marchaba bien, pero esa noche hubo una réplica fuerte y empecé, mecánicamente a guardar las cosas de mi hijo en una pañalera (en mi mente estaba la idea de salir de la casa con el bebé).
Mis papás y Paúl lograron que me calmara. Ese fue el primer sismo con Alejandro ya nacido y entonces el miedo creció, era otro nivel de temor; ya no temía sólo por mí (y por el bebé que llevaba en el vientre), desde que nació sentía que estaba menos protegido.
Al fin logramos dormir, Paúl es muy calmado y bastante fuerte mentalmente, él siempre supo mantener la tranquilidad cuando había réplicas.
El 18 de mayo, casi era mediodía y sé que todos recuerdan esto, hubo un sismo que generó mucho miedo e incluso hizo que las autoridades respectivas se pronunciaran a la ciudadanía.
De todas las réplicas, esa fue la peor, esa hizo que corriera con Alejandro en brazos; en este segundo piso hay una habitación construida de caña y madera, sin losa; así que me refugié allá con el bebé.
Apenas empezó a temblar me levanté a correr, llegué al cuarto de madera y me sostuve contra la pared. Claramente recuerdo cómo la lámpara de la sala (de esas que cuelgan de la losa) se balanceaba de un lado a otro y yo sólo decía “Dios mío, mi hijo, mi hijo”.
A partir de aquel día, siempre pienso en la posibilidad de un sismo; siempre tengo la mochila de emergencia a mano, agua y mi celular cargado. Cada lugar al que voy es analizado previamente, me gusta saber que tengo la salida cerca y prefiero no usar ascensores.
Hoy, como todos los días desde el 16A, el miedo más grande que permanece en mi mente es un nuevo terremoto y que Alejandro sufra alguna consecuencia; sé que no es la única cosa que puede pasar; sé que hay muchos peligros más y estoy consciente de aquello. Pero en un 7.8…no sé qué haría.
Esta es mi historia que la relato como mujer, madre, profesional y esposa, porque esa trágica experiencia no puede quedar en el olvido; yo fui afortunada, no así miles de personas.
Cuando me dirigía a la cocina para servir la merienda sentí que la casa empezó a temblar. Como cada vez que hay un sismo, empecé a correr; esta vez a refugiarme en los brazos de mi esposo Paúl, que estaba ya pendiente, pues yo tenía 8 meses de gestación.
Insistí para que Nayeli, mi hermanita menor, se quedara unos días en casa. Habíamos 4 personas en total: Paúl y mis dos hermanas menores. Alisson, vivía conmigo en ese entonces.
Recuerdo que Nayeli estaba a punto de salir de la ducha y Alisson se encontraba en la cocina. Mi esposo estaba preparando las cámaras, pues en pocos minutos tenía que salir a realizar la cobertura de un matrimonio.
De pronto empezó a temblar. Todos pensamos que iba a ser algo normal. Sin embargo continuó, grité con todas mis fuerzas “quiero a Nayeli, quiero a Nayeli”, hasta que salió del baño y como seguía temblando, cada vez más fuerte; nos abrazamos y logramos llegar a la entrada de la casa.
Es de mencionar que para ese entonces vivíamos en un departamento que ocupaba la mitad de la
terraza de una casa de dos pisos.
Cerré los ojos y gritaba “Dios mío que pare, que pare”, las veces que abrí los ojos sólo miré al piso y vi cómo el agua que había en un recipiente saltaba para todos lados.
Otra cosa que recuerdo claramente son los gritos de Paúl: “ya, ya, ya”… nosotras tres llorábamos, sobre todo Nayeli. ¿Qué puede pasar por la cabeza de una niña de 12 años en un momento como ese?
Cuando aún estaba temblando, la electricidad dejó de funcionar, la ciudad se apagó. Algo que puedo volver a escuchar con sólo cerrar los ojos es el ruido de todo, absolutamente todo lo que había alrededor.
Sentía tanto miedo y preocupación por Nayeli, incluso más que por el hijo que llevaba en mi vientre, creo que me brindaba seguridad el saber que estaba dentro de mí.Fueron tantos sentimientos que aquel minuto parece haber sido una hora. Dejó de temblar pero el miedo no se iba. Rápidamente vimos llegar a la terraza a mi cuñado Ariel (hermano menor de Paúl). Subió para ayudarnos a bajar.
Eran dos escaleras, la primera mucho más difícil de bajar que la segunda. Alisson, Ariel y Nayeli iban primero, luego yo y finalmente Paúl. Quería llegar abajo, salir de la casa y mientras todos bajaban despacio, les pedía que se apuren. Supongo que era el miedo de que se repitiera.
Ya fuera de la casa, la calle era un caos. Las vecinas lloraban, los carros pitaban y pitaban para abrirse paso entre la multitud que ya había invadido las calles y corría en todas direcciones.
Mi suegro estaba en la planta baja de la casa. No sabíamos qué hacer, bajamos sin nada en las manos. De pronto reaccionamos y supimos que debíamos contactarnos con los familiares. Ariel, Alisson y Paúl subieron nuevamente para guardar en bolsos los celulares, cámaras, laptops, medicinas y algunas ropas.
Bajaron, intenté llamar a mis papás, que viven en la zona rural de Portoviejo (un sitio llamado Miguelillo), no conectaba la llamada. No sé por qué pero tenía miedo de que el terremoto hubiera sido más destructor allá; que aunque no hay edificaciones de cemento, hay grandes montañas que pensé se podían haber derrumbado.
Estaba desesperada, necesitaba saber de mis papás, entonces llamé a mi hermana mayor (que vive en Lago Agrio), contestó y le dije que si había sentido el terremoto, contestó que no y rápidamente (para no descargar la batería del celular) le informé lo sucedido y la preocupación al no poder contactar con mis padres.
Ella se encargó de llamar, estaban bien, sentí alivio. Entonces resolvimos ir a la casa de una tía de Paúl donde hay espacio abierto al frente. Fuimos, estaban todos afuera, con la misma cara de desconcierto que nosotros.
Cuando llegué, alguien me abrazó y preguntó por el bebé, en ese momento caí en cuenta que no había sentido mover a mi hijo desde que tembló. Froté mi vientre y estaba duro; tuve miedo de lo peor pues no se movía y no lo sentía.
De pronto mi cuñado recibió una llamada de Quito, de la agencia de fotografías para la que él y Paúl trabajaban. Era el jefe solicitando la cobertura del evento. Primero no quería que Paúl se fuera, me daba terror. Sin embargo, la labor periodística lo llamaba. Se fueron en el auto con mi suegro. Iban camino al aeropuerto, que según sabían estaba afectado y eran de interés para la agencia aquellas imágenes.
Los minutos pasaban, estaba desconsolada entre la preocupación por mi hijo y el llanto desconsolado de mi hermanita. Decidí apagar el celular para ahorrar batería. De pronto sentí que mi bebé se movió, volví a la vida en ese momento y di gracias a Dios por aquello.
Cuando Paúl regresó, venía con ellos mi suegra, quien se encontraba en Portoviejo. Empezaron a enviar las fotos y vídeos que habían captado y al verlos caímos en cuenta de la magnitud de destrucción que había en la ciudad.
Fue difícil subir los archivos para enviarlos, no había electricidad y usaron el Internet de los celulares, al fin lograron enviar el material. Casas caídas, gente atrapada entre los escombros, personas llorando por sus familiares, una verdadera tragedia que solo había visto por televisión. Era difícil creer lo que estaba pasando.
Pasaba el tiempo y estábamos ahí. Aquella noche dormimos afuera, casi todos en el piso, por mi estado pude dormir en una silla de tomar sol, Nayeli conmigo y mi esposo en el suelo, al lado de mi silla.
Aproximadamente a las 2 de la madrugada todos despertamos asustados, era una réplica.
Al fin amaneció y pudimos organizarnos. Mi papá llegó en la mañana, vino en su moto y se llevó a mis hermanas, me pidió que vaya a Miguelillo pero no podía porque necesitaba estar en un lugar donde tuviera acceso a un hospital. Se fueron y me quedé tan triste.
Paúl me mostró fotos de cómo quedó nuestro cuarto y aunque no se destruyó tanto, me dolió verlo así. Había ladrillos en nuestra cama y en la cuna de mi hijo, pues ya la tenía lista para cuando naciera.
Siempre me preguntó ¿Qué hubiera pasado si Alejandro ya hubiera nacido y estuviera en su cuna?
El lunes vine a la casa, pero no me atreví a subir a la terraza. Por fin la gasolinera que estaba cerca abrió y pudimos ir a cargar las baterías de los teléfonos. Había tanta gente allí, tantos cables, extensiones y extensiones conectadas. Vendían una bebida por persona.
En las calles se veían familias caminando hacia Montecristi, en pleno sol, con niños y unas cuantas mochilas; sin embargo las calles estaban como desoladas. Esas escenas me recordaban un libro, “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.
Por precaución nos seguimos quedando donde la tía de Paúl, pues al frente de donde vivíamos había un edificio que resultó con las bases bastante afectadas y temíamos que se desplomara con una réplica.
Ya los supermercados habían abierto pero la venta era limitada. Aún no había energía, teníamos agua en la cisterna y para lo que se pudiera, usábamos el agua de la piscina.
Días después, cuando ya se habilitaron las cooperativas de transporte, decidimos ir a Guayaquil (allá vive el hermano mayor de Paúl, Eduardo) a quedarnos unos días por si necesitaba atención médica o tal vez si se adelantaba el parto.
Antes de irnos fuimos a nuestro departamento, había platos rotos, el ventilador sobre la cama y cosas caídas. Me sentí tan impactada al ver la cuna de mi hijo con varios pedazos de ladrillo. Evité parar a lamentarlo, así que tomé una maleta y empecé a guardar las cosas necesarias para el bebé y para nosotros.
Además resolvimos que ya no podríamos vivir más allí, así que empacamos las cosas que iban a ser bajadas al segundo piso de la casa, donde vivimos actualmente.
Fue un viaje tan triste, no queríamos irnos pero debíamos asegurar la situación del embarazo. Partimos luego del medio día y paramos en una gasolinera a mitad de camino, fue raro ver un televisor encendido después de varios días, era como si por un largo tiempo hubiéramos estado aislados.
Cuando llegamos a Guayaquil no me sentía mejor, era sólo como verlo todo desde lejos.
Al día siguiente de haber llegado a Guayaquil, hubo un sismo de 6,6 con epicentro en la isla Puná. Eso fue inoportuno, pensé que iba a ser otro 7,8.
Al estar en el último mes de embarazo y a raíz del terremoto, mi cuerpo estaba sufriendo las consecuencias del trauma, estaba muy hinchada, asistí a una maternidad para hacer el respectivo control y monitoreo. Por suerte todo estaba bien, pero el estrés se manifestaba de esa forma y era recomendable descansar.
Sentía tranquilidad de saber que estaba en un lugar donde podía traer al mundo a mi hijo en mejores condiciones que en Manta, pero el miedo siempre estuvo, debo confesar que tenía miedo hasta de dormir e ir al baño.
Sin embargo, mi hijo no quería nacer en otra provincia, él quería ser manaba en toda la extensión la de palabra.
Estuvimos más de 10 días fuera de Manabí, pero al saber que en Manta ya se estaban regulando las cosas y el centro de salud donde tenía programado el parto estaba en buenas condiciones y funcionamiento, decidimos volver.
Al llegar encontramos nuestras cosas ya en el segundo piso, todas en la sala. Poco a poco adecuamos el lugar y nos instalamos. Cada vez que había una réplica me invadía el temor.
Alejandro nació el 16 de mayo a las 23h50; un mes después del día más oscuro, viví el día más iluminado.
Mis padres vinieron y toda la familia estaba embargada de felicidad, el 17 de mayo regresamos del centro de salud y todo marchaba bien, pero esa noche hubo una réplica fuerte y empecé, mecánicamente a guardar las cosas de mi hijo en una pañalera (en mi mente estaba la idea de salir de la casa con el bebé).
Mis papás y Paúl lograron que me calmara. Ese fue el primer sismo con Alejandro ya nacido y entonces el miedo creció, era otro nivel de temor; ya no temía sólo por mí (y por el bebé que llevaba en el vientre), desde que nació sentía que estaba menos protegido.
Al fin logramos dormir, Paúl es muy calmado y bastante fuerte mentalmente, él siempre supo mantener la tranquilidad cuando había réplicas.
El 18 de mayo, casi era mediodía y sé que todos recuerdan esto, hubo un sismo que generó mucho miedo e incluso hizo que las autoridades respectivas se pronunciaran a la ciudadanía.
De todas las réplicas, esa fue la peor, esa hizo que corriera con Alejandro en brazos; en este segundo piso hay una habitación construida de caña y madera, sin losa; así que me refugié allá con el bebé.
Apenas empezó a temblar me levanté a correr, llegué al cuarto de madera y me sostuve contra la pared. Claramente recuerdo cómo la lámpara de la sala (de esas que cuelgan de la losa) se balanceaba de un lado a otro y yo sólo decía “Dios mío, mi hijo, mi hijo”.
A partir de aquel día, siempre pienso en la posibilidad de un sismo; siempre tengo la mochila de emergencia a mano, agua y mi celular cargado. Cada lugar al que voy es analizado previamente, me gusta saber que tengo la salida cerca y prefiero no usar ascensores.
Hoy, como todos los días desde el 16A, el miedo más grande que permanece en mi mente es un nuevo terremoto y que Alejandro sufra alguna consecuencia; sé que no es la única cosa que puede pasar; sé que hay muchos peligros más y estoy consciente de aquello. Pero en un 7.8…no sé qué haría.
Autora: Tania Loor Rengifo junto a su hijo Alejandro y su esposo Paúl |
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